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Donald Trump.

Donald Trump. | Foto: Reuters

Publicado 23 marzo 2017



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“Durante siglos, Inglaterra ha recurrido al proteccionismo, utilizándolo al máximo y de él ha obtenido resultados satisfactorios. No cabe duda que su poderío actual se debe a este sistema. Después de dos siglos, Inglaterra ha estimado conveniente adoptar el libre comercio porque ahora cree que el proteccionismo no le ofrece nada más. Pues bien, entonces, señora, mis conocimientos sobre mi país me hacen creer que dentro de 200 años, cuando América haya aprovechado todo lo posible el proteccionismo, también adoptará el libre comercio.” Ulyses Grant. Décimo octavo Presidente de los Estados Unidos. 1869-1877.

Solo dos observaciones pudieran hacérsele a Grant. En primer lugar, que sobreestimó el tiempo: no hicieron falta 200 años para que los Estados Unidos se avocara a promover por todo el mundo el libre comercio. Y segundo, que le faltó decir que lo mismo aplica en sentido contrario: que los Estados Unidos, así como podría pasar del proteccionismo al libre comercio cuando lo considerara conveniente, no escatimaría en hacerlo del libre comercio al proteccionismo.

Pero el fondo de su planteamiento es impecable: la política económica de una potencia nunca se casa con ninguna doctrina económica en específico. Es decir, las potencias del mundo no eligen o practican una política económica siguiendo tal o cual doctrina o teoría. Es absurdo siquiera pensarlo. Las potencias tienen una serie de intereses a defender e imponer, problemas a resolver, etc., y se avocan a ello. Y luego, a posteriori, solo a posteriori, eligen la doctrina o teoría que mejor se aviene a la hora de legitimar dicha tarea. Si es el liberalismo de Smith y Ricardo o el proteccionismo de Friedrich List, lo dictará la ocasión.

Quienes sí se ven forzados a seguir la vía inversa son los países que no ostentan en rol de potencia. Éstos, por lo general, no eligen su política económica sin coacciones y en plena libertad, así como tampoco la doctrina o teoría que la válida. Todo eso les es impuesto, como una derivación de la política y la doctrina impuestas por las potencias y, en parte, por los arreglos entre sus grupos dirigentes. De más está decir, en virtud de lo anterior, que el criterio que priva no es endógeno, sino exógeno. En el menos malo de los casos, el país no potencia debe ver cómo se las arregla en medio de unos criterios y parámetros que son funcionales  a intereses que no le son propios.

México y el TLCAN

Pocos casos como el mexicano ejemplifican mejor lo anterior. En 1992, México abandona su modelo desarrollista clásico y se suma al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) junto con Estados Unidos y Canadá. Fue por esta vía que empezó a dibujarse lo que luego se llamaría ALCA, Área de Libre Comercio de las Américas, proyecto abortado en la Cumbre de las Américas de Mar del Plata en 2005.

En fin, el caso es que tras 25 años de la entrada de México al TLCAN, suele asegurarse desde las corrientes principales que esto se tradujo en puro beneficio para México. Se alega que el país se industrializó e hizo competitivo, al punto de rivalizar con China y demás tigres asiáticos por la penetración de sus exportaciones al mercado norteamericano.

Desde la izquierda y otros sectores críticos se ha hecho ver con mucha razón, que el secreto de este supuesto éxito, ha sido llevar la mano de obra a niveles más bajos de los ya bajísimos costos asiáticos (los salarios en promedio son 20% inferiores), al tiempo de impulsar una desestructuración del país a tal nivel, que el abandono de los campos y la precarización del trabajo terminaron abonando la mano de obra para la que a todas luces se presenta como la industria más poderosa de México: el narcotráfico. Se estima en 40.000 millones de dólares por año las cifras manejadas por las organizaciones criminales mexicanas que dominan el abastecimiento y distribución de la mayoría de las drogas ilícitas en Estados Unidos.

Sin embargo, algo sobre lo cual no se ha insistido lo suficiente, es que en términos económicos puros y simples (es decir, sin preocuparnos porque en el lapso de tiempo considerado la pobreza y la concentración de la riqueza han venido aumentando), la famosa industrialización de México tras el TLCAN es cuanto menos relativa. En realidad, se trata en buena medida de una industria maquiladora de ensamblaje, cuyo valor agregado mexicano es menos del 30% del 12% de las exportaciones “mexicanas” que entran a los Estados Unidos y Canadá. Pero por otra parte, y tal vez lo más paradójico del asunto, es que en comparación con la década anterior la productividad de la economía mexicana lejos de aumentar, bajó. Entre 1960 y 1980, el PIB real de México por persona casi se duplicó al registrar un crecimiento del 98,7%. Mientras tanto, en los años del TLCAN, el mismo indicador ha crecido sólo 18,6 puntos porcentuales.

¿Y ahora con Trump qué?

Así las cosas, ¿qué tenemos ahora? Pues una economía con un mercado interno desestructurado, así como sus soportes igualmente endógenos volcados casi a la exclusiva tarea de suministrar manufacturas baratas a los Estados Unidos y Canadá, pero que en razón de lo mismo, hoy día que se cumple a la inversa la profecía de Grant en el sentido de que los Estados Unidos –Trump mediante- pretende regresar del “libre comercio” al “proteccionismo” (porque ambas cosas hay que ponerlas entrecomillas), el país puede quedar en una posición muy grave.

De darse este salto “atrás” en la división internacional del trabajo instaurada durante la llamada globalización, la famosa industrialización mexicana puede, o bien convertirse en un cementerio de maquilas sin destino, o bien dar un salto cualitativo para volcarse hacia el mercado interno. Para que ocurra esto último tienen que existir esos “otros mercados”, cosa que en el contexto de inestabilidad e incertidumbre actual luce cuesta arriba. Y si el caso es volcarse al mercado interno, eso debe pasar por un proceso de mejora del poder adquisitivo previo de la población, es decir, una distribución más equitativa de la riqueza, cosa que el modelo actual niega como principio.

Pero mientras eso se define, lo que ha quedado expuesto es la vulnerabilidad de la economía mexicana. Basta el resultado electoral de otro país y los tuits locuaces de un presidente extranjero, para que la bolsa se desquicie, la moneda se desbarranque y las empresas-maquilas instaladas levanten vuelo. Algo similar, por cierto, al caso venezolano con la manipulación 2.0 del tipo de cambio. Lo que por lo demás nos pone en un nuevo terreno de guerras monetarias y comerciales virtuales que al parecer llegaron para quedarse.


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